Esteban tenía un don. Pero a él le parecía una auténtica maldición. Era algún tipo de sexto sentido. Cuando estaba cerca de alguien que iba a morir, podía presentirlo. A veces ocurría inmediatamente. Otras veces pasaba más tarde; solía enterarse por casualidad, confirmando sus funestas premoniciones. Pero siempre terminaba ocurriendo. Era una sensación realmente extraña. De repente, oía una especie de música que lo anunciaba. Se trataba de notas sueltas, de un tintineo muy breve. Era la melodía que emitían las almas agotadas de quienes iban a fallecer. Más pronto o más tarde, perecían. La primera vez le pasó con su abuelo, que expiró mientras yacía enfermo en su cama. Esteban estaba a su lado cuando murió, pero no supo relacionar los sonidos que había oído en su cabeza con la muerte del anciano. Con el tiempo, descubrió lo que le pasaba y aprendió a convivir con esa extraña capacidad precognitiva. Una vez fue el vecino de su madre, que tenía cáncer y sucumbió a la enfermedad la misma noche en que Esteban lo predijo. En otra ocasión estaba en un ascensor lleno de gente y una joven se desvaneció de pronto; todos pensaban que había sufrido una lipotimia, pero, antes de que le tomaran el pulso, él ya sabía que se trataba de algo más serio, tal vez un infarto. A medida que se hacía mayor le sucedía con más frecuencia. La madurez, la edad, le hacía estar cerca de más adultos y la probabilidad de presentir una muerte crecía. Lo que más le dolía era presentir la pérdida de los niños. Y lo más curioso era que cada persona tenía su propia música; nunca se repetían las mismas notas. Así transcurrió toda su vida, presintiendo con tristeza cómo morían los demás, hasta que un día escuchó los primeros acordes de su canción favorita. Después no sintió nada más. (c) Por José Ángel Muriel González. (Síguelo también en http://www.elautor.com) |
La biblioteca: Recuento de libros leídos en 2019
4 years ago
2 comments:
Genial relato. Inquietante final.
Gracias, Eric.
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